Nosotros y el universo

Hace unos días empecé con El jardín de Epicuro del escritor francés Anatole France. Y me encontré con esta auténtica belleza de introducción que vale la pena leer entera:

Con dificultad podemos representarnos el estado anímico de un hombre perteneciente a otros tiempos que creía firmemente que la Tierra era el centro del mundo, ya que todos los astros giraban a su alrededor. Bajo sus pies sentía agitarse los condenados a las llamas, y hasta es muy posible que hubiese visto y olido el humo sulfuroso del infierno, filtrándose por algún intersticio de las rocas. Al erguir la cabeza contemplaba las doce esferas: la de los elementos, que contiene el aire y el fuego; después las esferas de la Luna, de Mercurio, de Venus, que visitó Dante el Viernes Santo del año 1300; luego, las del Sol, de Marte, de Júpiter y de Saturno; enseguida el firmamento incorruptible, del cual pendían las estrellas como lámparas. Su pensamiento destilando esta contemplación, exploraba más arriba, con los ojos del espíritu, el noveno cielo adonde los santos vivían en eterno arrobamiento, el primum mobile o cristalino, el Empíreo en fin, la morada de los bienaventurados, hacia el cual, y después de la muerte, dos ángeles vestidos de blanco (tenía en esto firme esperanza) conducirían como a un niño su alma lavada por el bautismo y perfumada con el óleo de los postreros sacramentos. En aquel tiempo no tenía Dios otros hijos que los hombres, y toda su creación estaba ordenada y dispuesta de una manera pueril y a la vez práctica, como una inmensa catedral. El universo así concebido era tan sencillo que se lo representaba totalmente, con su verdadera figura y su movimiento, en algunos grandes y pintados relojes de sol.

 

No existen ya los doce cielos y los planetas bajo los cuales se nacía dichoso o desdichado, jovial o taciturno. La bóveda sólida del firmamento se ha roto. Nuestros ojos y nuestro pensamiento sumérgense en los abismos infinitos del cielo.

 

Desde luego, es muy complicado para nosotros, señores acomodados del siglo XXI, intentar comprender esta mentalidad premoderna occidental que, por lo demás, tampoco es homogénea  porque no existe algo así como «la mentalidad antigua o medieval estándar» sino muchas. Antes de que llegara ese momento tan etéreo y contradictorio que solemos llamar modernidad había muchas diferencias culturales que ahora nos parecen casi alienígenas. Los ciclos de sueño eran diferentes,  no existía el concepto de individuo que tenemos desde hace relativamente poco tiempo -autónomo y cartesiano- y en general, la vida era cortaviolenta y miserable. Es casi seguro que el campesino medieval medio del siglo XIII, que representaba ocho o nueve de cada diez hombres, desconocía absolutamente los detalles del modelo aristotélico-ptolomaico que describe Anatole France. Sólo las élites educadas, generalmente del clero y más tarde también los burgueses de las ciudades más dinámicas podían especular en latín sobre los entresijos filosóficos de las esferas celestes y los epiciclos. Se suele decir que tal cosmovisión dotaba al hombre medieval de una gran tranquilidad y de una mayor integración de su existencia en el orden universal de las cosas. Todo tenía su lugar, y así era en los Cielos era en la Tierra. El sujeto premoderno gozaba de una conexión inmediata con un cosmos encantado, repleto según su creencia de todo tipo de entidades sobrenaturales como ángeles, demonios o espíritus rurales. Además, la regularidad del movimiento de los astros era casi un reflejo de la monotonía de la vida rural feudal, tan aislada, gobernada invariablemente por las estaciones del año y los tañidos de las campanas de la iglesia. Por supuesto, este orden no era absolutamente atemporal porque se pensaba que habría, más pronto que tarde, un Fin de los Tiempos.

Pero todo eso cambió. A partir de Galileo y también de Hobbes aparece otra manera de concebir (y de encarar) el cosmos. Con la revolución científica, la Ilustración y el advenimiento de la modernidad, el conocimiento empírico y racional desencanta el mundo y exilia a los espíritus y el ámbito sobrenatural de la vida cotidiana y de la política. Fue un desencantamiento traumático que nos deja con un universo mecánico, regido únicamente por leyes causales donde una hipotética divinidad, como mucho, podría hacer de maquinista o de arquitecto indiferente. Pero en cualquier caso, como diría Laplace, podría ser descartada perfectamente del sistema celeste. Más desgarradora aún fue la llegada de Darwin, cuya teoría nos puso al nivel del resto de seres vivos y rompió con la tradicional jerarquía de las criaturas. El Homo sapiens había perdido para siempre el trono del ser supremo del mundo terrenal. Todas sus cualidades específicas, hasta su inteligencia, resultaban un mero subproducto de un largo proceso puramente biológico: la evolución por selección natural. Este ¿último? desencanto fue mayor que cualquier otro anterior porque revelaba de manera definitiva que somos seres efímeros, contingentes; un fenómeno cualquiera más en el indiferente tapiz de la naturaleza, sin ninguna importancia particularmente especial per se. Ni la historia natural ni las astucias de la razón conspiraban para que apareciéramos como especie ni para que todo acabase en un glorioso final feliz. La visión darwinista fue (¡y es!) todo un hachazo al encantamiento del mundo que dejó su impronta en Nietzsche:

En algún rincón apartado del Universo rutilante, configurado en innúmeros sistemas solares, hubo una vez un astro donde animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue aquél el minuto más arrogante y mendaz de la «Historia Universal»; pero tan sólo un minuto, en fin. Al cabo de pocas respiraciones más de la Naturaleza se petrificó el astro en cuestión, y perecieron los animales inteligentes. -Pudiera uno inventar tal fábula, y sin embargo, no alcanzaría a ilustrar cabalmente lo pobre, precario y efímero, lo útil y contingente, del intelecto humano dentro de la Naturaleza. Han transcurrido eternidades sin que él existiera; cuando se haya extinguido, no habrá pasado nada.

Y así estamos hoy, solos ante los abismos infinitos del cielo; un cielo cuya bóveda cristalina se ha quebrado en mil pedazos, donde ya no hay separación entre lo divino y lo mortal. Todo es mortal y corruptible. La música de las esferas se ha ido y empezó el largo silencio de los dioses. El ser humano pasa a ser una cuestión irrelevante e infinitesimal que habita sobre mota de polvo en la enormidad del espacio. Si nos barre alguna suerte de cataclismo cósmico o nuestra propia estupidez todo el cuerpo sistemático de datos, ciencia, arte y cultura que hayamos creado ni siquiera pasará a la Historia (pues no habrá escribas), sino más bien a la nada. La nada absoluta. Cualquier anhelo de inmortalidad o confort metafísico parece escurrir entre nuestros dedos en un mundo desencantado y secular, sin presencias espirituales que nos acompañen aquí y allá. Y sin embargo, siendo el universo inmenso podemos beber el infinito con la mente. Somos capaces de formular teorías, realizar ecuaciones, trazar mapas artificiales del firmamento, concebir modelos y crear explicaciones que, en sí mismas, no están ni en las montañas ni en ningún lugar excepto en nuestra cabeza, libros y papers. La capacidad de entender las intrincadas y anti-intuitivas causalidades del cosmos es tan asombrosa que hasta el mismo David Hume se maravillaba:

Y mientras que el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo; o incluso más allá del universo, al caos ilimitado donde, según se cree, la naturaleza se halla en confusión total.

Pero no podemos olvidar que aunque todo se expanda con el Big Bang, Brooklyn (o nuestro barrio) no se expande. Seguimos teniendo que vivir el día a día cotidiano y tomar decisiones humanas en un mundo humano que hemos construido nosotros a nuestra medida y bajo nuestra particular racionalidad, que es más limitada de lo que pensábamos. Es probable que nuestras obras se pierdan en el vacío en algún punto remoto del futuro, pero como decía Albert Camus, el esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Si ya no queda quizá lugar para la espiritualidad encantada, puede que lo haya, y en abundancia, para la ironía.

Paulo Hernández.

 

NOTA: Esta es la segunda de una serie de entradas que desde Hablando de Ciencia publicaremos en abril con motivo de la celebración del Mes Mundial de la Astronomía (GAM2012), que en su tercera edición organiza Astrónomos sin Fronteras. 

 

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